Me gusta leer.
Corrección: me apasiona leer.
Un amigo me definió en una de sus
entradas de Tumblr:
Tengo un amigo que ama las letras. Dice que son su forma de
espiritualidad, que no necesita de ningún Dios, que su Dios son los textos.
Él ama más que nadie a las letras, igual que todos a los que
conoce.
Ama tanto las letras, que le causa enojo que alguien no las sepa utilizar, le molesta que alguien no las entienda; que no las sienta como él.
Ama tanto las letras, que le causa enojo que alguien no las sepa utilizar, le molesta que alguien no las entienda; que no las sienta como él.
Pero
leer es un placer doloroso. No, no voy a hacer la típica comparación de que
leer es como el sexo anal, puercos;
aunque obviamente debería, porque no hay mejor comparación… ¡Piénsenlo!
Un buen libro debe seducirte, debe emocionarte con la misma excitación infantil
con la que vamos a la cama antes del sexo, debe encantarte con sus primeros
capítulos de la misma manera que lo hacen los preámbulos eróticos; y en el
momento del clímax, la sutil tragedia que corre debajo de todos los buenos
libros debe dolerte y embriagarte, exactamente igual cuando aquel enorme trozo
de carne se mete y sale se mete y sale se mete y sale de, ay…
Interrumpimos este post porque al autor se le fue el pedo. |
Ahorita
que fui al baño lo pensé mejor. No, no voy a decir que leer es como masturbarse
–eso más bien sería como escribir reseñas o toda clase de textos y subirlas a
tu blog personal-, más bien es como una relación amorosa con todos sus
altibajos. Entrar a una librería es una experiencia un tanto similar a entrar a
un bar. Ves los libros bailando a tu alrededor, y te dices: “nada mal, nada
mal”, pero obvio querrás besuquearte con el que tenga la portada más guapa.
Claro, hay libros hondísimos y bellos en su interior, pero uno siempre termina
deseando los libros de las editoriales más respetadas, como Cátedra o
Acantilado… casi como cuando uno prefiere irse con el chico que tenga buen
cuerpo o la chica de piernas bonitas[1]
Como la gente normal ve las librerias. |
Como las ve Luis. |
Supongamos
que te comprometes con un libro, te comprometes a ser su pareja y conocerlo de
cabo a rabo. Hay libros que no los terminas porque ni saben besar; no saben
atraparte pues. Hay libros que tardan en enamorarte. Hay libros que te enamoran
enseguida. Son noviazgos muy dispares, algunos libros tienen muy raras maneras
de seducirte: mientras que unos a cada rato te regalan tramas absorbentes de
ciencia ficción o fantasía, otros, más discretos, pretenden enamorarte con la
belleza de su prosa. No tienen ambiciones, al menos no a simple vista. Claro,
eventualmente uno tiene que terminar la relación. Ésta concluye por una razón
imperante: el autor y el lector ya no tienen nada nuevo qué decirse. Hay libros
que no quieren terminar la relación nunca y se alargan en nuevas entregas, pero
uno ya se siente fatigado y sabe que la relación se ha vuelto una parodia de sí
misma, una repetición de lo ya dicho.
Recordar
los libros que uno ha leído es exactamente igual a recordar los noviazgos
pasados. Lo bueno de los libros es que sí puedes volver a besarlos cuando se te
dé la gana. Ay, cómo quisiera volver a besar a uno de ellos, aunque era otaku y
dibujaba chistoso, pero era muy bonito, aparte no besaba mal. Ay…
¿En
qué me quedé? Ah sí. En que al final resulta un tanto doloroso leer, porque,
como en los buenos noviazgos, el sufrimiento es tan indispensable como el gozo.
Uno no termina de leer El túnel de
Ernesto Sábato y después cantar It´s
raining men y reírse porque la vida es graciosa y fácil. No. Esa novela te
deja cicatrices porque constantemente te está diciendo que vivir es absurdo e
inútil.
Es
hilarante que haya personas que crean que Shakespeare enseñe valores para el
buen comportamiento de la sociedad (lo leí en algún blog equis). Shakespeare es
uno de los noviazgos más dolorosos que podrías tener: cada una de sus tragedias
te dejan noqueado porque, si te adentras bien en ellas, te dicen casi lo mismo
que Sábato, sólo que de manera más sutil. Shakespeare te destroza, te provoca
una crisis culera igual que si hubieras presenciado un asesinato en el interior
de tu casa.
Calderón
de la Barca con su La vida es sueño
te paraliza. Es de esos noviazgos terribles porque cuestionan la sustancia de
tu realidad. ¿Edgar Allan Poe? Ese culero, aparte de que te provoca pesadillas,
te pide que no te olvides de que, después de todo, sólo eres un potencial
cadáver.
Mi
poeta favorito de todos los tiempos es César Vallejo. Algún día haré un post –o
varios- sobre él; mientras tanto, seguiré preguntándome por qué me gusta tanto.
Aparte de que muchos de sus poemas parecen incomprensibles, otros son como rosas
que hasta en los pétalos tienen espinas. No sé cuál sea su poema más doloroso,
pero sé que, su más famoso, Los heraldos
negros, parece una extensión del “Abandonad toda esperanza” grabado en la
entrada del infierno Dantesco:
Hay golpes en la
vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio
de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo
sufrido
se empozara en el
alma... ¡Yo no sé!
Son pocos; pero
son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más
fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los
potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros
que nos manda la Muerte.
Son las caídas hondas
de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable
que el Destino blasfema.
Esos golpes
sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en
la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre...
Pobre... pobre! Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el
hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos
locos, y todo lo vivido
se empoza, como
charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la
vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Lo
que básicamente Vallejo está diciendo aquí es el dolor es tan omnipotente e
indescriptible, que ni siquiera el Poeta, el hombre que sabe nombrar todas las
realidades de la vida, es capaz de aprehenderlo con sus palabras (“¡Yo no
sé!”). ¿Acaso hay algo más aterrador que el odio de Dios? Vallejo se la pasa en
todo el tiempo tratando de definir aquellos golpes del dolor… (“serán tal vez
potros… o heraldos… son caídas hondas… o son golpes sangrientos…”), pero nunca
atina, no se decide. Hay un brevísimo atisbo de esperanza cuando dicen “son
pocos”, pero pronto se desdice: “pero son”. Al final, de lo único que está
seguro es que el hombre, siempre pendiente de cualquier señal de Dios, voltea a
verlo cuando éste le da una palmada, y toda la culpa existencial se aglutina en la mirada en forma de lágrimas…
Y no, éstas no son perlas, ni diamantes, ni ninguna de esas imágenes preciosas
del modernismo sobre las lágrimas; éstas apenas forman un charco sucio sin
belleza alguna.
Bale berga la bida, básicamente. |
Pfff.
Entonces, ¿para qué leer? ¿Para qué coger la rosa entonces, si sabes que te
pinchará el dedo? Claro que no toda la literatura es siempre dolorosa, pero sí
varios de los alabados títulos por los expertos –Guerra y paz, Crimen y castigo, La metamorfosis, Cien años de soledad,
Edipo Rey, Los miserables- lidian con temas tan tristes, y los resuelven de
manera tan trágica, que es casi inevitable preguntarse si leer es en verdad propicio
para la felicidad.
Ahora
imaginemos que el Arte es como un puerto. Hay dos secciones en este muelle: la
primera es la sección de los enormes cruceros trasatlánticos, muy grandes y
bonitos y con muchas comodidades. Ya sabes de antemano cómo te divertirán y
cómo te harán sentir bien; y cuando finalice el viaje, éste tendrá un final
feliz esperado por todos, y nos sentiremos bien y eso no tendrá nada de malo.
La
otra sección del puerto es curiosa. Ahí sólo hay barquitos tan frágiles que
parecen canoas, y los capitanes te garantizan que el principal propósito del
viaje no es el final, sino el viaje mismo. Te subes, intrigado, al destartalado
barquito.
Es
un viaje tempestuoso, claro. ¿A quién se le ocurre ir en un barquito por un
océano tan salvaje? Hay una tormenta y tanto tú como el capitán la enfrentan
porque no hay de otra: el barquito da vueltas y saltos porque es una tormenta
muy fuerte. “¿Para qué me subí?”, te preguntas. “Pude haber estado muy cómodo
en aquellos cruceros, relajándome y entreteniéndome”. El barquito da vueltas y
estás a punto de ahogarte. Tienes miedo, tienes náuseas y dolores mientras
tratas de agarrarte como sea en los bordes del barquito para no caer al mar…
Pero
la tormenta acaba. Los oscuros nubarrones se disipan y el cielo azul, con su
sol brillante, aparecen de nuevo. Compruebas que tu cuerpo está entero y sin
heridas, y el capitán te mira y te sonríe. “Lo logramos”, dice él. Alcanzas a
ver que, en el horizonte, se distingue la tierra donde pronto desembarcarás.
Aún agitado por la tormenta, sonríes también. Tanto tú como el capitán se
sienten orgullosos por haber sobrevivido a la tormenta. Tienen ahora una gran
anécdota que contar; y, aparte de todo, ya se sienten preparados en caso de que
alguna tormenta similar aparezca en sus vidas.
Con
esta pequeñita historia quise ejemplificar la diferencia entre el
entretenimiento –el cual, dicho sea de paso, es agradable y qué bueno que
existe- y el verdadero arte. Ambas son gratas experiencias, pero uno debe
identificarlas y separarlas; hay libros –y películas, y canciones, y en general
cualquier experiencia clasificada como “arte”- cuya única finalidad será la de
hacernos pasar un buen rato, lanzarnos una soga y sacarnos de nuestra fea
realidad. Son experiencias necesarias que de vez en cuando consumimos con todo
nuestro derecho; lo malo es que hay gente que sigue confundiendo a la gimnasia
con la magnesia, gente convencida de que lo único que deberíamos consumir son
las obras que nos inviten a la reflexión y al cuestionamiento, incómodo, de
nuestra propia vida. Es nuestro deber discernir cuáles son las “obras de
entretenimiento” y cuáles las “obras de arte”; y también vale la pena recordar
que hay híbridos que, unos con más fortuna que otros, buscan tanto
entretenernos como elevarnos –a falta
de una palabra mejor-. Ray Bradbury, por ejemplo, que es un escritor
conocidísimo sobre todo por sus proezas en la ciencia ficción, en realidad
logra fundir ambas perspectivas y nos entrega obras de belleza incalculable que
a la vez nos resultan divertidísimas.
Como
quise ejemplificarlo en mi alegoría, entregarnos a la buena literatura es como
comprometerse a una complicada travesía que seguro te dejará marcado; pero, una
vez que toques tierra, te sentirás feliz de pertenecer a la raza humana. No es
fácil leer, y tampoco es una garantía de gozo; quizás es por eso que mucha
gente prefiere sacar su banderita blanca antes de volver a abrir otro libro,
porque se les ha bombardeado con campañas publicitarias en las que se muestra a
la lectura como una actividad gratificante, casi mágica, que te hará
inteligente con cada libro que leas, como si los libros fuesen pastillas
fáciles de tragar.
Por sus caras deduzco que están leyendo 120 días de Sodoma. |
Siempre
he creído que estas campañas devalúan todavía más a la lectura, rebajando a
ésta algo parecido al ejercicio; leer 20 minutos el Ulises de Joyce seguro no
te va a dejar absolutamente nada porque veinte minutos no son suficientes para
entender tal obra –ni 20 horas, ni 20 días… a la mejor en 20 años le entiendo-.
Me dan ganas de decirle al Consejo de la Comunicación que su campaña es más
ofensiva y retrógrada que nada; ay, aparte, qué zonaroseros salen los de Reik,
de veras…
Ya
para terminar: si eres de esos que casi no lee, no te sientas culpable; no por
eso eres automáticamente inferior que los que leen. Conozco a pendejos que se
han leído bibliotecas enteras. Recuerda que la lectura es una experiencia individual:
puede que sólo hayas leído un solo libro en tu vida, y puede que ese libro te
haya conmovido y mejorado como ser humano –o tal vez te haya empeorado, no
subestimes a los libros-; eso de entrada ya te hace más valioso que todos
aquellos que han leído montones de libros pero siguen siendo unos hijos de puta
como personas. Pero estoy seguro que con leer uno no es suficiente, así como
tampoco queremos, en el principio de nuestra vida amorosa, quedarnos sólo con
una persona… mñe, puede que al principio sí, pero después de que el
enamoramiento se te quita, querrás conocer a más personas/libros. Y si hay algo
enriquecedor y riquísimo –oiie zi- en esta vida, es conocer, ya sean personas, ya sean libros.
Tampoco
subestimes a las personas. Algunas son igual de valiosas que cualquier clásico
de la literatura universal.
[1]
Aunque creo que aquí falla mi metáfora, porque sí es muy importante elegir una
editorial a la hora de comprar un libro, ya sea por la fidelidad de la
traducción, si el texto está completo o no, la tipografía es adecuada, si tiene
buen aparato crítico –o si no tiene en absoluto-, si está bien encuadernado y
su portada sea linda. El mamón ha hablado, cambio y fuera.
Me encantó el artículo. ¿Por qué ya no publicas más?
ResponderEliminarQué desafortunado leer esto tan tarde. Gracias Arthur, te comento que actualmente sólo escribo en mi twitter personal: https://twitter.com/Melomanoide
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