viernes, 3 de julio de 2015

Leer no es para maricas

Me gusta leer.
            Corrección: me apasiona leer.
            Un amigo me definió en una de sus entradas de Tumblr:

Tengo un amigo que ama las letras. Dice que son su forma de espiritualidad, que no necesita de ningún Dios, que su Dios son los textos.
Él ama más que nadie a las letras, igual que todos a los que conoce.
Ama tanto las letras, que le causa enojo que alguien no las sepa utilizar, le molesta que alguien no las entienda; que no las sienta como él.

            Pero leer es un placer doloroso. No, no voy a hacer la típica comparación de que leer es como el sexo anal, puercos;  aunque obviamente debería, porque no hay mejor comparación… ¡Piénsenlo! Un buen libro debe seducirte, debe emocionarte con la misma excitación infantil con la que vamos a la cama antes del sexo, debe encantarte con sus primeros capítulos de la misma manera que lo hacen los preámbulos eróticos; y en el momento del clímax, la sutil tragedia que corre debajo de todos los buenos libros debe dolerte y embriagarte, exactamente igual cuando aquel enorme trozo de carne se mete y sale se mete y sale se mete y sale de, ay…

Interrumpimos este post porque al autor se le fue el pedo. 

            Ahorita que fui al baño lo pensé mejor. No, no voy a decir que leer es como masturbarse –eso más bien sería como escribir reseñas o toda clase de textos y subirlas a tu blog personal-, más bien es como una relación amorosa con todos sus altibajos. Entrar a una librería es una experiencia un tanto similar a entrar a un bar. Ves los libros bailando a tu alrededor, y te dices: “nada mal, nada mal”, pero obvio querrás besuquearte con el que tenga la portada más guapa. Claro, hay libros hondísimos y bellos en su interior, pero uno siempre termina deseando los libros de las editoriales más respetadas, como Cátedra o Acantilado… casi como cuando uno prefiere irse con el chico que tenga buen cuerpo o la chica de piernas bonitas[1]

Como la gente normal ve las librerias.

Como las ve Luis. 

           Supongamos que te comprometes con un libro, te comprometes a ser su pareja y conocerlo de cabo a rabo. Hay libros que no los terminas porque ni saben besar; no saben atraparte pues. Hay libros que tardan en enamorarte. Hay libros que te enamoran enseguida. Son noviazgos muy dispares, algunos libros tienen muy raras maneras de seducirte: mientras que unos a cada rato te regalan tramas absorbentes de ciencia ficción o fantasía, otros, más discretos, pretenden enamorarte con la belleza de su prosa. No tienen ambiciones, al menos no a simple vista. Claro, eventualmente uno tiene que terminar la relación. Ésta concluye por una razón imperante: el autor y el lector ya no tienen nada nuevo qué decirse. Hay libros que no quieren terminar la relación nunca y se alargan en nuevas entregas, pero uno ya se siente fatigado y sabe que la relación se ha vuelto una parodia de sí misma, una repetición de lo ya dicho.
            Recordar los libros que uno ha leído es exactamente igual a recordar los noviazgos pasados. Lo bueno de los libros es que sí puedes volver a besarlos cuando se te dé la gana. Ay, cómo quisiera volver a besar a uno de ellos, aunque era otaku y dibujaba chistoso, pero era muy bonito, aparte no besaba mal. Ay…




            ¿En qué me quedé? Ah sí. En que al final resulta un tanto doloroso leer, porque, como en los buenos noviazgos, el sufrimiento es tan indispensable como el gozo. Uno no termina de leer El túnel de Ernesto Sábato y después cantar It´s raining men y reírse porque la vida es graciosa y fácil. No. Esa novela te deja cicatrices porque constantemente te está diciendo que vivir es absurdo e inútil.
            Es hilarante que haya personas que crean que Shakespeare enseñe valores para el buen comportamiento de la sociedad (lo leí en algún blog equis). Shakespeare es uno de los noviazgos más dolorosos que podrías tener: cada una de sus tragedias te dejan noqueado porque, si te adentras bien en ellas, te dicen casi lo mismo que Sábato, sólo que de manera más sutil. Shakespeare te destroza, te provoca una crisis culera igual que si hubieras presenciado un asesinato en el interior de tu casa.
            Calderón de la Barca con su La vida es sueño te paraliza. Es de esos noviazgos terribles porque cuestionan la sustancia de tu realidad. ¿Edgar Allan Poe? Ese culero, aparte de que te provoca pesadillas, te pide que no te olvides de que, después de todo, sólo eres un potencial cadáver.
            Mi poeta favorito de todos los tiempos es César Vallejo. Algún día haré un post –o varios- sobre él; mientras tanto, seguiré preguntándome por qué me gusta tanto. Aparte de que muchos de sus poemas parecen incomprensibles, otros son como rosas que hasta en los pétalos tienen espinas. No sé cuál sea su poema más doloroso, pero sé que, su más famoso, Los heraldos negros, parece una extensión del “Abandonad toda esperanza” grabado en la entrada del infierno Dantesco:

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma... ¡Yo no sé!

Son pocos; pero son... Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros atilas;
o los heraldos negros que nos manda la Muerte.

Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.

Y el hombre... Pobre... pobre!  Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.

Hay golpes en la vida, tan fuertes... ¡Yo no sé!

           
            Lo que básicamente Vallejo está diciendo aquí es el dolor es tan omnipotente e indescriptible, que ni siquiera el Poeta, el hombre que sabe nombrar todas las realidades de la vida, es capaz de aprehenderlo con sus palabras (“¡Yo no sé!”). ¿Acaso hay algo más aterrador que el odio de Dios? Vallejo se la pasa en todo el tiempo tratando de definir aquellos golpes del dolor… (“serán tal vez potros… o heraldos… son caídas hondas… o son golpes sangrientos…”), pero nunca atina, no se decide. Hay un brevísimo atisbo de esperanza cuando dicen “son pocos”, pero pronto se desdice: “pero son”. Al final, de lo único que está seguro es que el hombre, siempre pendiente de cualquier señal de Dios, voltea a verlo cuando éste le da una palmada, y toda la culpa existencial  se aglutina en la mirada en forma de lágrimas… Y no, éstas no son perlas, ni diamantes, ni ninguna de esas imágenes preciosas del modernismo sobre las lágrimas; éstas apenas forman un charco sucio sin belleza alguna.

Bale berga la bida, básicamente.

            Pfff. Entonces, ¿para qué leer? ¿Para qué coger la rosa entonces, si sabes que te pinchará el dedo? Claro que no toda la literatura es siempre dolorosa, pero sí varios de los alabados títulos por los expertos –Guerra y paz, Crimen y castigo, La metamorfosis, Cien años de soledad, Edipo Rey, Los miserables- lidian con temas tan tristes, y los resuelven de manera tan trágica, que es casi inevitable preguntarse si leer es en verdad propicio para la felicidad.
            Ahora imaginemos que el Arte es como un puerto. Hay dos secciones en este muelle: la primera es la sección de los enormes cruceros trasatlánticos, muy grandes y bonitos y con muchas comodidades. Ya sabes de antemano cómo te divertirán y cómo te harán sentir bien; y cuando finalice el viaje, éste tendrá un final feliz esperado por todos, y nos sentiremos bien y eso no tendrá nada de malo.
            La otra sección del puerto es curiosa. Ahí sólo hay barquitos tan frágiles que parecen canoas, y los capitanes te garantizan que el principal propósito del viaje no es el final, sino el viaje mismo. Te subes, intrigado, al destartalado barquito.
            Es un viaje tempestuoso, claro. ¿A quién se le ocurre ir en un barquito por un océano tan salvaje? Hay una tormenta y tanto tú como el capitán la enfrentan porque no hay de otra: el barquito da vueltas y saltos porque es una tormenta muy fuerte. “¿Para qué me subí?”, te preguntas. “Pude haber estado muy cómodo en aquellos cruceros, relajándome y entreteniéndome”. El barquito da vueltas y estás a punto de ahogarte. Tienes miedo, tienes náuseas y dolores mientras tratas de agarrarte como sea en los bordes del barquito para no caer al mar…
            Pero la tormenta acaba. Los oscuros nubarrones se disipan y el cielo azul, con su sol brillante, aparecen de nuevo. Compruebas que tu cuerpo está entero y sin heridas, y el capitán te mira y te sonríe. “Lo logramos”, dice él. Alcanzas a ver que, en el horizonte, se distingue la tierra donde pronto desembarcarás. Aún agitado por la tormenta, sonríes también. Tanto tú como el capitán se sienten orgullosos por haber sobrevivido a la tormenta. Tienen ahora una gran anécdota que contar; y, aparte de todo, ya se sienten preparados en caso de que alguna tormenta similar aparezca en sus vidas.         
            Con esta pequeñita historia quise ejemplificar la diferencia entre el entretenimiento –el cual, dicho sea de paso, es agradable y qué bueno que existe- y el verdadero arte. Ambas son gratas experiencias, pero uno debe identificarlas y separarlas; hay libros –y películas, y canciones, y en general cualquier experiencia clasificada como “arte”- cuya única finalidad será la de hacernos pasar un buen rato, lanzarnos una soga y sacarnos de nuestra fea realidad. Son experiencias necesarias que de vez en cuando consumimos con todo nuestro derecho; lo malo es que hay gente que sigue confundiendo a la gimnasia con la magnesia, gente convencida de que lo único que deberíamos consumir son las obras que nos inviten a la reflexión y al cuestionamiento, incómodo, de nuestra propia vida. Es nuestro deber discernir cuáles son las “obras de entretenimiento” y cuáles las “obras de arte”; y también vale la pena recordar que hay híbridos que, unos con más fortuna que otros, buscan tanto entretenernos como elevarnos –a falta de una palabra mejor-. Ray Bradbury, por ejemplo, que es un escritor conocidísimo sobre todo por sus proezas en la ciencia ficción, en realidad logra fundir ambas perspectivas y nos entrega obras de belleza incalculable que a la vez nos resultan divertidísimas.
            Como quise ejemplificarlo en mi alegoría, entregarnos a la buena literatura es como comprometerse a una complicada travesía que seguro te dejará marcado; pero, una vez que toques tierra, te sentirás feliz de pertenecer a la raza humana. No es fácil leer, y tampoco es una garantía de gozo; quizás es por eso que mucha gente prefiere sacar su banderita blanca antes de volver a abrir otro libro, porque se les ha bombardeado con campañas publicitarias en las que se muestra a la lectura como una actividad gratificante, casi mágica, que te hará inteligente con cada libro que leas, como si los libros fuesen pastillas fáciles de tragar.


Por sus caras deduzco que están leyendo 120 días de Sodoma. 

            Siempre he creído que estas campañas devalúan todavía más a la lectura, rebajando a ésta algo parecido al ejercicio; leer 20 minutos el Ulises de Joyce seguro no te va a dejar absolutamente nada porque veinte minutos no son suficientes para entender tal obra –ni 20 horas, ni 20 días… a la mejor en 20 años le entiendo-. Me dan ganas de decirle al Consejo de la Comunicación que su campaña es más ofensiva y retrógrada que nada; ay, aparte, qué zonaroseros salen los de Reik, de veras…
            Ya para terminar: si eres de esos que casi no lee, no te sientas culpable; no por eso eres automáticamente inferior que los que leen. Conozco a pendejos que se han leído bibliotecas enteras. Recuerda que la lectura es una experiencia individual: puede que sólo hayas leído un solo libro en tu vida, y puede que ese libro te haya conmovido y mejorado como ser humano –o tal vez te haya empeorado, no subestimes a los libros-; eso de entrada ya te hace más valioso que todos aquellos que han leído montones de libros pero siguen siendo unos hijos de puta como personas. Pero estoy seguro que con leer uno no es suficiente, así como tampoco queremos, en el principio de nuestra vida amorosa, quedarnos sólo con una persona… mñe, puede que al principio sí, pero después de que el enamoramiento se te quita, querrás conocer a más personas/libros. Y si hay algo enriquecedor y riquísimo –oiie zi- en esta vida, es conocer, ya sean personas, ya sean libros.
            Tampoco subestimes a las personas. Algunas son igual de valiosas que cualquier clásico de la literatura universal.  
           





[1] Aunque creo que aquí falla mi metáfora, porque sí es muy importante elegir una editorial a la hora de comprar un libro, ya sea por la fidelidad de la traducción, si el texto está completo o no, la tipografía es adecuada, si tiene buen aparato crítico –o si no tiene en absoluto-, si está bien encuadernado y su portada sea linda. El mamón ha hablado, cambio y fuera. 

domingo, 21 de junio de 2015

Reseña: "El color prohibido" de Yukio Mishima.

No me gusta ser de los que se empeñan en dividir al universo en binomios morales, como bueno/malo u caliente/frío,  pero siempre he sospechado que la literatura debe abordarse desde dos ángulos: la de los libros ligeros que sólo buscan entretenernos, o los libros pesados –tanto física como espiritualmente- que nos exigen tiempo, disciplina y entereza de espíritu para acabarlos. Hay también, como en cada binomio respetable, una tercera categoría que mezcla las dos anteriores: los libros hermafroditas (o intersexuales, para los políticamente correctos) que nos suben y bajan en la escala de las emociones como si estuviésemos sentados en el tren de una montaña rusa; pero, cuando el tren frena, cuando doblamos la última página, nos percatamos de que ahora nos embarga una nausea existencial, un vértigo que nace desde el espíritu, muy diferente al vértigo corporal que nos provocan las verdaderas montañas rusas. Los libros de esta categoría son mis favoritos, y El color prohibido de Yukio Mishima es uno de ellos.   
         No es un libro perfecto. Su autor, Mishima, tampoco es un artista perfecto; es más parecido a un sociópata a quien se le ocurrió la irreverente idea de tomar una pluma y ponerse a escribir. Suerte para él que sus libros resultaron ser de una belleza inequívoca. El primero de ellos, Confesiones de una máscara¸ se lee mejor si primero uno se entera de que el autor sólo tenía 18 años cuando la escribió. Es un retrato casi costumbrista de un joven japonés que descubre su atracción por los hombres en un país donde la homosexualidad está peor vista que los asesinatos. “Es una autobiografía”, dijo Mishima. Nadie se alarmó; quizás creyeron que sólo se trataba de una irreverencia suya. El libro fue un best-seller.



Si me lo daba.

         Mishima tenía veinticinco años cuando escribió El color prohibido, durante la época más fructífera de su carrera.  El color prohibido no fue un best-seller.  Al menos no en Japón. Me da la impresión de que allá les da vergüenza que uno de sus mejores autores del siglo XX –a lado de Kawabata y Oé… a Murakami ni me lo mencionen- sea homosexual. Prefieren ver de reojo esa parte de su obra y quedarse con lo más solemne y auténticamente tradicional. Ese estigma persiste en nuestros días; lo curioso es que, en occidente, las obras más famosas de Mishima sean las de temática homosexual.
         No estamos hablando de un autor para las masas. ¿Se imaginan a Julio Cortázar mostrando sus pectorales en una sesión de fotos? ¿O a William Faulkner posando como el San Sebastián, atado a un árbol y con flechas en el torso? Sólo Mishima podía hacer tales cosas sin que su prestigio literario se comprometiera. Se convirtió en un fisiculturista obsesionado por la belleza del cuerpo, aprendió a pilotar aviones de caza y contrató a varios hombres y los entrenó para convertirlos en su ejército privado. Un hombre que decidió quitarse la vida a través del seppuku (perforar las tripas con una espada) después de haber secuestrado al comandante de un cuartel militar. No extraña, así las cosas, que cuando su madre se enteró de su suicidio, dijo: “No me entristece. Fue el momento más feliz de su vida”.




Sí me dejaba dar


         La premisa de El color prohibido es tan rica en posibilidades que la historia se cuenta sola: Shunsuké, un viejo escritor resentido con las mujeres, se hace amigo de un joven homosexual llamado Yuichi, quien es quizás el chico más guapo de todo el Japón y está comprometido con una mujer a la que no ama. El escritor elabora un plan para zanjar la situación de ambos: le dará dinero suficiente a Yuichi para que pueda vivir a sus anchas una doble vida homosexual, a cambio de que lastime sentimentalmente a las mujeres que en su momento hicieron sufrir al escritor.
       Alguna vez le preguntaron a Mishima cuál era su escritor favorito contemporáneo, a lo cual él respondió que Thomas Mann. Es obvio que Mishima leyó Muerte en Venecia, y seguro, tras terminarla, se preguntó: ¿qué hubiera pasado si Aschenbach se hubiera hecho amigo de Tadzio? Mientras que la novela de Mann es contemplativa, la de Mishima es un thriller espiritual: hay muchos giros inesperados, cliffhangers al final de cada capítulo y varias escenas dignas de película de suspenso, a lado de discursos y deliberaciones sobre la naturaleza del deseo y de la belleza que Mishima coloca en bocas de los personajes. Lo curioso es que aquellas divagaciones son tan absorbentes y placenteras de leer como las escenas de suspenso.
         El “color prohibido” es el eufemismo con el que los japoneses se referían al erotismo gay; es casi como si titulara “Homosexualidad” a la novela. Con semejante título, ¿Mishima hace un retrato fidedigno de la sociedad gay japonesa? Se parece tanto al actual movimiento del ambiente gay en México que me da escalofríos. El lugar protagónico de la obra es el club Rudon, un bar por y para homosexuales tan bien descrito y tan actual que bien podría caber en Zona Rosa. Aquí aparecen los lugares comunes de la mitología gay: el jovencito cobijado por su maduro mecenas, el cruising, los sitios clandestinos para encuentros sexuales, el casado con una doble vida, el poderoso empresario que cede ante los encantos de un joven Adonis, el miedo a la vejez, ¡en fin!, todas las “reglas del juego homosexual” que hasta el día de hoy muchos siguen creyendo que aún son vigentes y deben respetarse. Pero no sólo ahí radica la universalidad de la novela; también está retratado el Japón de la posguerra, la sociedad oriental que poco a poco ve transformada su fisonomía para convertirse cada vez más en occidental. Como representantes de la sociedad japonesa están los demás personajes: Yasuko, la prometida y posterior esposa de Yuichi, que está ilusionada por empezar el recorrido de la típica vida cotidiana de la madre japonesa; el matrimonio Kaburagi, un par de aristócratas de buenos modales; Kyoko, una mujer madura enamoradiza; Kawada, el hombre de negocios que renunció a sus aspiraciones literarias; todos estos personajes sucumben de alguna forma ante la intriga y la desgracia que la vida secreta de Yuichi desencadena, y, sin embargo, todos y cada uno de ellos también llevan una doble vida y se aferran a ella de la misma forma que Yuichi lo hace.
         Yuichi no es un Dorian Gray, como veo que muchos otros lectores de la novela afirman. Yuichi jamás llega a los grados de perversión de Dorian; además, los personajes de Wilde siguen moviéndose en el  rango moral de lo bueno/malo, mientras que los personajes de El color prohibido son más… coloridos –ba dum tss-, en el sentido de que no sólo toman en cuenta a la moral para su toma de decisiones. Son personajes que sufren sin duda la crisis del siglo XX: el tedio de la vida cotidiana y el triunfo de la pasión por encima del intelecto. Tienen una especie de “síndrome Madame Bovary” que les impide acercarse a su auténtica realidad.
         Tenemos, por ejemplo, al enfrentamiento de dos personajes opuestos: Shunsuké y Yuichi. Uno es un hombre que sólo puede aspirar a la belleza a través del pensamiento, y el otro es un hombre que sólo puede aspirar a la belleza a través de su cuerpo. Podrían haber sido enemigos en una realidad paralela, pero decidieron unirse contra un enemigo común: las mujeres. Como podemos ver, estos personajes tienen su propia moral; estaríamos leyendo mal la novela –y en general, a toda la literatura- si creemos que Mishima nos está aleccionando. Ambos hombres son deleznables, pero seguimos leyendo acerca de ellos porque queremos saber qué es lo que ocurre a las personas que sostienen aquel tipo de moral. Ninguno de los dos está en contacto con su propia realidad; Shunsuké es un idealista, la realidad le parece analizable como una obra de arte, y su manera de manipular a Yuichi es su manera de enfrentarla. La “tragedia de enredos” –por decirlo de una forma- que realiza a través de Yuichi es resultado de creer que puede moldear a la realidad como el argumento de una novela. Shunsuké de alguna manera ya está “muerto”; sólo vive a través de Yuichi. Éste último, que se supone debe ser el personaje más vivo de la novela por sus constantes aventuras amorosas, en realidad es incapaz de sentir y, por ende, está tan muerto como su “creador”.   
         El color prohibido es el bildungsroman de un homme fatale. Asistimos al nacimiento, el auge y la decadencia de un complejo Narciso. Yuichi es la representación de la belleza misma. Shunsuké, como el artista que es, trata de controlar y aprisionar esta belleza, pero pronto comprenderá que es una tarea destinada al fracaso. Los demás personajes no son artistas, entonces sólo reaccionan ante la belleza de la única manera que conocen: deseándola. Trataré más a fondo esto en mi “Terreno minado de spoilers”.  
         La prosa de Mishima derrocha poesía por todos sus costados. Hay una frase que me golpeó de una manera inexplicable, la cual dice:
 “[…] el recogimiento religioso que comporta la espera de un milagro puede saborearse de una manera más pura y directa entre el humo de tabaco de un club de homosexuales que en una iglesia”. No estoy seguro de qué significa –quizás sí sea palabrería retórica, como otros critican-, pero creo que Mishima sólo quiere determinar la seriedad del tema que trata: en un club de homosexuales puede encontrarse tanta vida como dentro de una iglesia. Reconozco que la novela pudo haber sido más corta y que Mishima se pasa de divagador en algunos pasajes, pero eso, al menos en mi caso particular, no me molestó en lo absoluto. Las divagaciones de Mishima son siempre deliciosas de leer.
         Quizás si hubiese leído esta novela durante mi adolescencia se hubiese convertido en mi libro de cabecera. Qué bueno que no fue así. Es un libro peligroso en las manos equivocadas. Me he topado con gente que de verdad cree que este libro es misógino, misántropo, promueve el vicio y la hipocresía. No creo que sea así. Estoy casi seguro que Mishima se basó en su propia experiencia para elaborar este libro, pero estoy convencido de que no quería hacernos creer que su moral –o más bien, su amoralidad- era la norma correcta de vivir. Más bien creo que quería pintarnos la estampa cotidiana del ambiente gay, del Tokyo de posguerra, y, sobre todo, de todos aquellos que viven una vida secreta. Algo que Mishima seguro conocía muy bien. Es más; estoy convencido que el hecho de que el libro sea ajeno a toda moralidad lo hace más enriquecedor.



La edición donde la leí. El libro mismo tiene un significado muy especial para mí, :)




TERRENO MINADO DE SPOILERS

¡Cuidado! Estás a punto de leer detalles reveladores del argumento y del final de El color prohibido de Yukio Mishima. Si no has leído la novela, te recomiendo encarecidamente que omitas esta parte. Si ya la leíste, bienvenido, agarra una silla J
          Como dije en la reseña, Yuichi no es el único que lleva una doble vida. En realidad, todos los personajes –excepto la mamá de Yuichi-, la tienen. El matrimonio Kaburagi es el ejemplo más claro. En el desarrollo de la novela, Yuichi se convierte en el amante de Nobutaka, mientras que la señora Kaburagi vive enamorada de él. Cuando descubren la vida secreta del otro, ocurre un comprensible desmoronamiento; pero, después, pareciera que ambos han encontrado su paz interior y han logrado sobrellevar su matrimonio bajo sus propios términos. La destrucción de la vida secreta provocó que se acercaran más, que incluso apareciera un equilibrio entre ambos. Su matrimonio se convirtió en una fachada; la señora Kaburagi logra salir del aprieto de manera incluso más airosa que el mismo Yuicho. Alcanza una independencia financiera y sentimental que la revitaliza. 
         El personaje al que parece que le va peor es a Yasuko. ¡Qué personaje más trágico! Su vida interior es tan compleja como la de los otros. Cuando se “entera” –aunque ella ya sabía desde el principio- sobre la doble vida de Yuichi, casi podría uno pensar que no le afecta en lo absoluto. Yasuko es una mujer que ha aprendido a vivir sin una pizca de sentimiento, lo cual es paradójico porque es exactamente lo contrario que quiere su esposo. Uno podría pensar que es la típica mujer abnegada que se consuela con el amor de su recién nacida hija.  Sin embargo, Yasuko no es una mujer desdichada; en realidad parece estar feliz porque ella sí abraza a la realidad con todos sus colores.
         ¿Yuichi salió vencedor después de todo? Parece que sí. Recibió la fortuna de los bienes de Shunsuké y se quedó con el millón de yenes que Kawada le dio sin chistar. Siente –o cree sentir- un verdadero amor hacia Yasuko e incluso empieza a sentir verdadero amor por las mujeres, pero está implícitamente dicho que no abandonará su estilo de vida homosexual. Su acto redentor es cuando devuelve el dinero que Minoru le había robado a su tío. En ese momento su belleza es más que puramente carnal; es una belleza espiritual. Es irónico que hasta el tío de Minoru se enamore en ese instante de él, como si, en realidad, Yuichi fuese más bien una especie de Medusa que enamora a todo quien lo vea.
         Justo cuando Yuichi creía que sus dos vidas habían colisionado, la señora Kaburagi viene para salvarlo. El incidente sólo afecta a la familia durante unos días, pero después es olvidado a propósito porque siempre es más cómodo que las vidas interiores de uno permanezcan en su lugar: ocultas, lejos de las miradas de otros.
         Mishima aparece desdoblado en la novela; por un lado él es Shunsuké, el escritor que desprecia al romanticismo pero que no puede evitar caer en él; y por el otro él es Yuichi, o por lo menos deseaba ser Yuichi, la efigie de la belleza. El juego final de ajedrez es el enfrentamiento metafórico del intelecto contra la belleza, del artista contra su propia obra. Es evidente que Shunsuké debía perder; como todo mundo sabe, los artistas mueren pero sus obras de arte son inmortales. Su posterior suicidio, ¿es acaso una premonición del propio suicidio posterior de Mishima? Es un suicidio menos teatral, eso sí. Shunsuké acaba con su vida por varias razones: para completar definitivamente una muerte que ya estaba empezada desde hace tiempo; para, al fin, unir al espíritu con el cuerpo como él tanto dice; y, sobre todo –a mi parecer, claro-, porque su obra estaba terminada. Su última obra era un ensayo biográfico donde examina su literatura, pero el público no conocerá a su obra maestra: Yuichi. No por nada Mishima cita aquella famosa frase de Wilde: “[…] Es en mi vida donde puse mi genio”. O algo así. ¿Serán acaso las mismas razones por las cuales Mishima se quitó la vida? Son inútiles las comparaciones. Mishima quiso que al final la Belleza resultase triunfadora por encima de todo, quizás como él mismo lo deseó en su vida. 


sábado, 30 de mayo de 2015

El amor en los tiempos del "visto".

Hace poco... qué digo, hace casi dos meses, me dejaron de tarea hacer un artículo sobre la procrastinación. La verdad es que pareciera que ese tema me quedaría como anillo al dedo, y los lectores de mi blog -¿tendrá lectores mi blog?- lo deben saber más que nadie. Pero dije "ni madres, voy a hacerlo de algo que sé mejor”, y entonces decidí hacer un artículo sobre lo que más me movía en ese momento: la infidelidad. 
            Les iba copiar y pegar el artículo en cuestión, pero en realidad no creo que sea tan bueno. Mejor les hago un artículo sobre el artículo porque así de mamón soy puedo. Se supone que tenía que hacerlo con un español culto y, aparte, sobre un rasgo de los mexicanos que defina a todos en general. La verdad es que esto fue bastante difícil de hacer porque no creo que tengamos un rasgo que nos defina a TODOS los mexicanos. Fue tan difícil que estoy seguro que no lo logré. Esto digo en el primer párrafo: 

“El corazón tiene razones que la razón no conoce”. De entre todas las frases que recorren Facebook como si esta red social paso a paso se convirtiese en una versión en línea del libro de superación personal más barato,  no existe, a mi criterio, frase más malinterpretada que ésta. Quienes la malinterpretan les parece la justificación más acertada para cometer estupideces en nombre del “amor”. Investigué el origen de la frase en algunos libros de proverbios y citas y descubrí que el autor es nada menos que Blaise Pascal, un filósofo respetado aquí y en China. Pascal pretende dejar en claro que el racionalismo no puede responder a todas las preguntas de la vida; nosotros, los mexicanos, nos comemos esta y otras frases con la misma actitud conformista y manipuladora  con las que tratamos de responder nuestras preguntas existenciales, y de paso, solemos deformar sus verdaderos significados para que se adecúen a nuestra conveniencia. Por mi parte, una de las preguntas existenciales que más me aqueja es justamente esa: ¿qué es el amor? Pero no, hoy no tengo ganas de hablar del amor; del amor se habla todo el tiempo; porque los mexicanos, enamorados del amor, procrastinan y restan prioridad a los asuntos importantes de la vida con tal de sentirse amados y sentir que aman “apasionadamente”; no, hablaré sobre uno de los pilares sobre cual los mexicanos basan sus relaciones amorosas. 

            Si no leíste el párrafo, no importa, yo tampoco lo leería; lo que básicamente digo es que los mexicanos somos tan conformistas y manipuladores que podemos tomar frases como "el corazón tiene razones que la razón no conoce" y usarlo a nuestra ventaja para defendernos en eso del amor. Estoy parcialmente de acuerdo, pero... ¿Por qué generalizar? Me choca generalizar. La profesora me obligó a hacerlo porque lo puso en sus requisitos, pero... Yo no me siento capaz de valorar las emociones de otros. Podré valorar sus intelectos, ¿pero sus emociones? ¿Qué tiene de malo que los seres humanos -que no los mexicanos, que eso es muy estúpido- vivamos enamorados del amor? Depende también a qué entendamos por amor. Hace poco he hablado con un amigo que se autodenomina “la madre Teresa del sexo”, y de que está convencido de que no es una persona promiscua, sino todo lo contrario: lo suyo es convicción hacia el amor. Podríamos juzgarlo, decirle oye, no mames, cuídate, ¿qué tal si te infectas o algo así? Pero simplemente podríamos tratar de entenderlo. ¿Qué si alguien no está haciendo su tarea porque sufre un desamor? Podemos quizás aconsejarle que oye, recapacita, no llores por un pendejo que no vale la pena. Pero, ¿cómo nos hemos portado nosotros cuando eso nos pasa? Pues de la verga, obviamente. ¿Y qué hacemos? Todos reaccionan distinto. ¿Por qué generalizar?

Yo también soy una Madre Teresa del sexo. A veces me pongo en la esquina para orar. 

            Aquí va la parte del artículo que me gustó:

Hace poco platicaba con un amigo muy querido (y tengo que enfatizar que lo quiero para que no se ofenda) que me comentaba que se sentía muy culpable por algo que acababa de hacer. Yo, quien ya preveía por donde iban a parar los tiros, le pregunté lo que ocurría. Entonces comenzó a narrarme una historia que ocurre en el sitio donde ocurren la mayoría de los dramas adolescentes y juveniles: las fiestas (ay, me cuesta trabajo decirle “fiesta” a algo que tiene un nombre muy específico en el argot mexicano, pero ni modo). Mi amigo, a quien llamaremos Alfredo por razones periodísticas, me contó que su mejor amiga tiene un primo que, desde que lo vio, siempre le ha gustado, pero que sólo puede verlo casi cada tres meses o más. Alfredo tenía sus esperanzas en cuanto al primo pues, cuando le confesó sobre su homosexualidad a su mejor amiga, ésta le dijo que su primo le había dicho que creía ser bisexual; pero sólo seis meses antes de la fiesta, César (a quien llamaremos así sobre todo porque ni recuerdo su nombre) le contó a su prima que creía que todo había sido una confusión y que sí le gustan las chicas. Un poco descorazonado, Alfredo terminó encogiéndose de hombros; total, para cuando sucedió la fiesta, él ya tenía un novio a quien quería mucho, sin duda.
       Como en cualquier fiesta que se respete, -donde las personas que se acaban de conocer terminan besándose entre sí-, César, quien tiene diecisiete años y tiene la mirada, terminó besándose, en el cenit de la borrachera, con la chica más fea del lugar. Como en cualquier borrachera, después del cenit viene el descenso en espiral hacia la decadencia: la hora muerta, entre las seis y siete de la mañana, en la que todos ya están dormidos, excepto un individuo que, como el sujeto asqueroso que es, seguía tomando; en el caso de esta fiesta, el individuo en cuestión se trataba de mi amigo Alfredo. César se despertó y vio a Alfredo quien seguía tomando, y ambos se acercaron para platicar en susurros; algo que ciertamente es visto como algo sensual para el noventa por ciento de la población entera. Alfredo le contó a César que éste se había besado con la chica más fea de la fiesta, a lo que César respondió:
       -¿Y por qué no nos separaste?
       Alfredo no podía reprimir su emoción; si algo no pueden hacer los borrachos es disimular sus emociones. Esto da para un tema en otro artículo, pero de todas maneras me plantearé aquí la pregunta a manera de que no se me olvide: ¿de verdad todas las personas se vuelven impulsivas al estar borrachas, o sólo aprovechamos que el estado de ebriedad es visto socialmente como un estado para perder las inhibiciones y así desahogarnos para que, al día siguiente, nos excusemos diciendo: “discúlpenme, estaba borracho”? Más allá de que no creo en la palabrería sin fundamentos de Freud y su idea del subconsciente,  creo firmemente que las borracheras son como un ritual, una especie de microcarnavales donde todos los deseos que normalmente no expresamos en voz alta ahora se manifiestan, auxiliados por el supuesto desenfreno que provoca el alcohol. Que no me vengan con tonterías: todos recuerdan lo que hicieron en las borracheras, y fingieron no recordarlo porque, si aceptaran lo que hicieron en estado de ebriedad, no sólo serían mal vistos y padecerían una enorme vergüenza, sino también descubrirían que todos los demás están siendo hipócritas y usan la excusa del alcohol para poder actuar de manera libertina sin culpas. Ya desde aquí estoy empezando a vislumbrar el camino de la doble moral, que es el tema que me preocupa; pero, volviendo a Alfredo, si algo tengo que reconocerle, es que por lo menos no bebe alcohol sólo como parte de un rito social, sino por el mero placer de hacerlo –aunque, ya que lo pienso, eso podría tener peores consecuencias-. En cuanto a César, quien seguramente también estaba borracho, quizás se estaba aprovechando de la situación. Transcribo el siguiente diálogo tal y como me lo contó Alfredo, aunque ligeramente modificado para no perder la elegancia del español:
       -Amigo, la verdad es que… me gustas.
       -No seas, Alfredo, ja ja ja.
       -Ja ja. No es broma. Hasta me puse celoso de que te besaras con esa chica.
       -Ja ja. Si hubieras sido tú no me sentiría como me siento ahora.
       -¿Es en serio?
       -Pues sí.
       -Oye… ¿Te gustan los hombres? –puedo casi imaginarme la ansiedad en la voz de Alfredo; nótese también la lentitud intelectual de César. Amo su inocencia, (diecisiete años), amo sus errores…
       -La verdad no –responde César.
       -Ah, perdón. No te lo vayas a tomar mal, pensé que sí.
       -No, amigo.
       -¿Pero nadita?
       -¡Nada, nada!
       -Ja, está bien.
       -Sí, no hay problema.
       Un silencio incómodo se manifiesta. Si los órganos sexuales masculinos manifestaran un sonido cada que tuvieran una erección, no habría habido silencio alguno en aquel momento; pero afortunadamente Dios nos diseñó con el sentido de la discreción… bueno, al menos un poco. 
       -Oye, tengo unas ganas bien intensas de besarte –dijo Alfredo.
       -No mames, Alfredo –perdone usted, querido lector, pero era imposible transcribir esta respuesta en español culto.
       -Lo siento, sólo las tengo. Pero nunca voy a besar a nadie a la fuerza.
       Cuando mi amigo me contó esta anécdota -que no es tan divertida, ya lo sé, pero por lo menos es real-, me decía sentirse culpable, ¡y cómo no! Si no solamente había transgredido una de las leyes de la borrachera -“Deberás fingir que no recuerdas nada aunque lo recuerdes todo”-, sino, principalmente, porque le había sido infiel a su novio.
       -Ya, pero eso no significa que no quieras a tu novio –le dije yo-. Sólo significa que te ganó el deseo.
       -Más bien fue la curiosidad… -dijo Alfredo.
       -La curiosidad es la prima del deseo.
       O también es su nombre comercial, ya que lo pienso. Para consolarlo, -y en el buen sentido-, le conté otra anécdota; es más, ni siquiera es una anécdota, es sólo una pequeña anotación al margen que me perseguía desde que una amiga me lo contó. La situación es ésta: chico es novio de chica, la chica es de pensamiento un tanto liberal pero el chico es del pensamiento de la vieja escuela; o al menos eso aparenta. La chica le dice al chico:
       -Si tú quieres puedes besar a una chica que te guste.
       -¡Ay, no, como crees! –responde el chico.
       Mi amiga se sintió un tanto confundida, porque ella se sentía muy propensa a besar a un chico si es que le gusta. Ella tiene una idea muy definida, y su idea me es tan poderosa que no me ha dejado tranquilo en semanas:
       -La fidelidad absoluta no existe.
       Lo mismo le dije a Alfredo, pero no se lo dije como si yo lo creyera fervientemente, sino como “me lo dijo una amiga, ahí te lo dejo para reflexionar”. Desde ese entonces he entrado en un limbo –y quizás Alfredo también- donde lo único que puedo pensar es justamente en eso: ¿qué es la fidelidad y porqué sigue siendo importante en una relación amorosa? Y, ¿nosotros, los mexicanos, somos diferentes en este aspecto si nos comparamos con cualquier otra nacionalidad? Es curioso que piense esto en un momento en que no estoy comprometido con nadie, pero, si lo estuviera, ¿pensaría de la misma manera que mi amiga?
       Este tema es más relevante del que parece a simple vista. A veces no sé qué papel ocupan las relaciones amorosas en la mentalidad mexicana: ¿le damos importancia de más, o no le damos la suficiente importancia? No existe una “escuela del amor”, por mucho que Beatriz Escalante lo proponga en su horripilante novela del mismo nombre; pero, ¿en verdad necesitamos una educación sentimental? Sí, y urgentemente, pero también debe ser de prioridad bajo qué condiciones ya tomamos esta educación sentimental, y si lo analizamos bien, la situación es grave: nuestra educación sentimental está formada por lo que escuchamos en las baladas románticas, lo que vemos en la televisión y lo que observamos al ver la mecánica romántica de nuestros padres, ya sea si estos están juntos o divorciados. Pero eso no es todo: la contradicción de nuestros sentimientos es vasta, y es bastante paradójico someter a reglas a los sentimientos cuando estos siempre han tenido y tendrán una naturaleza caótica. Es por eso que, al final, terminamos construyendo nuestras relaciones sentimentales en una especie de doble moral que va muy acorde con el pensamiento mexicano: en una sociedad donde lo importante es protestar pero no proponer, donde está bien visto tener muchas posesiones materiales pero no intelectuales, donde se cree que ser extrovertido te abrirá las puertas y ser introvertido te las cerrará, donde tener un carácter fuerte y enojón es visto como una virtud y no como un vicio, ¡en fin!, una sociedad que prefiere preocuparse antes de ocuparse, ¿en qué situación podemos inferir que se encuentra la dinámica de las relaciones amorosas?    
       -Oye, tengo unas ganas bien intensas de besarte.
       -No mames, Alfredo.
       -Lo siento, sólo las tengo. Pero nunca voy a besar a nadie a la fuerza.
       ¡La contradicción en acción! Alfredo se acerca pausada, armoniosa y parsimoniosamente a César. Éste no se aleja. Se besan. Alfredo me juró que el beso no duró más de cuatro segundos. Yo sospecho que fueron más.
       -¿Y le gustó? –le pregunté a Alfredo.
       -No sé. Ya después lo quise besar de nuevo pero no me dejó. Pero, después de media hora, no se despegaba de mí. Andaba detrás de mí a todos lados y hacía bromas acerca del beso, y yo de “ya, tranquilo”.
       -¿Y a ti te gustó?
       -Pues me siento culpable pero no me arrepiento. ¿Se puede eso?
       Ay, claro que se puede. Ahora Alfredo y su novio siguen estando juntos, ¿pero después? A Alfredo no le preocupa mucho eso -¡bravo por él!- y entonces fue mi turno de contarle cierto aspecto de mi vida sentimental donde también queda demostrado no sólo la doble moral en la que vivimos inmersos sin darnos cuenta, -¡ah, pero qué peligroso!-, sino también nuestra ansiedad para quedar bien ante la sociedad:
       -En pocas palabras, he tenido una relación que va de la amistad al noviazgo durante siete años, y sólo hasta ahora me he propuesto no ponerle ninguna etiqueta.
       -¡Qué bien! –respondió Alfredo.
       La verdad es que de principio no está tan bien, pero por lo menos mi intento de no poner una etiqueta social al asunto es, de alguna manera, mi respuesta al “qué dirán” de la sociedad, y también al dilema sobre si la fidelidad o no existe; o, más aun, mi respuesta a la doblemoralina –sí, ya ni siquiera es doble moral, es doblemoralina- que infecta al “amor”: no nos gusta la idea de que nos sean infieles pero caemos ante insinuaciones mínimas, llegamos a poner los celos como indicadores del amor de la otra persona -¡qué enfermizo!-, justificamos la infidelidad porque siempre el “instinto” nos rebasa -¿qué diría Pascal de esto?-, o también la justificamos porque “somos jóvenes”. Y ay, aquí viene la tragedia de esta generación: ¿cuántas veces hemos justificado nuestras decisiones morales a favor de frases tan banales como “YOLO”, “carpe diem” (desvirtuando totalmente su significado), “a coger que el mundo se va a acabar”, y demás ejemplos de que la sociedad, mexicana, tailandesa, española; en fin, ¡la humanidad entera!, completamente inmersa en la posmodernidad enfermiza, está ahora revalorizando al cuerpo, al instinto, poniéndolos en un pedestal; ah, si antes la humanidad se preocupaba por la espiritualidad, ahora parece preocuparse más por la carnalidad, el placer instantáneo, la hipersexualidad, ¿en qué lugar caerá el amor en toda esta orgía?  

Escribí esto hace ya tiempo: Alfredo ya no tiene novio, y la cuestión que tengo con mi supuesto mejor amigo es ahora peor: ya no lo considero como tal. ¿Pues qué pasó? Sigo de acuerdo en muchos de los puntos de vista que dije en el desarrollo de mi artículo: sigo creyendo que las borracheras son pequeños ritos donde el libertinaje es socialmente aceptado y de que, en general, vivimos en la era del desmadre. ¿Pero qué pedo con eso de la educación sentimental? Qué bazofia.
            Lo que pasó conmigo y con Alfredo es básicamente lo mismo: nos quitamos el velo de los ojos y descubrimos a la realidad en su crudeza. No puedo hablar por él, eso sería muy grosero de mi parte; pero sé que, en mi caso, la persona que yo creí mi mejor amigo durante 6 años, se ha descubierto como una persona que acumula los mismos vicios que enlisto en mi artículo. Una mejor amistad nunca sería la relación tan siniestra, desventajosa y manipuladora como la que tuve con él. Cuando escribí el artículo aún tenía esperanzas de que, oye, si ha sido mi mejor amigo por tanto tiempo, por algo ha de ser. Pero no. Y bueno, ¿qué tiene que ver esto con mi tema?
            Durante mucho tiempo fui como el típico chico “yoloista” que, basado en la doblemoralina y la pésima educación sentimental que recibí, hice cosas tan estúpidas que dejaban mi dignidad por los suelos y sacrificaban cosas que eran más valiosas.
            ¿Pero saben qué? No me arrepiento ni un segundo de lo que viví. Disfruté cada segundo de aquel amor obsesivo, y lo volvería a vivir. Me enseñó más que todos los libros que he leído en mi vida. A veces me siento arrepentido de haber hecho tal cosa, o de lo que no hice; pero de todas maneras, ¿de qué sirve arrepentirse? Mis sentimientos en ese entonces, aunque ahora los veo estúpidos, eran valiosos. Lo siguen siendo.
            Mi artículo concluye de esta manera:

¿Está sobrevalorado el amor? Lo que está sobrevalorado es la palabra “sobrevalorado”. Pero creo que no. Creo que la sociedad mexicana tiene una idea de “amor” bastante alejada de su eje; el mexicano tiene razones que la razón no conoce, y termina siempre malinterpretando a la idea romántica del amor; y cuando viene el duro golpe de la realidad, cuando el amor nos impacta con toda su dureza, es cuando hacemos uso de la deshonestidad y la hipocresía, ¡antivalores tan inmersos en la idiosincrasia mexicana!, para sobrevivir, para salir airosos del juego. ¿Cómo, si yo mismo no he sido deshonesto e hipócrita! He sido infiel más veces y me he sentido más culpable que Alfredo se sentiría orgulloso de su fidelidad casi absoluta; he tenido más amoríos y he salido de muchos aprietos amorosos haciendo uso de la doble moral más mezquina; y, en este mismo artículo, he dicho que investigué en libros de proverbios el origen de la frase de Pascal, cuando, en realidad, no me bastó ni un minuto averiguarlo en internet. ¡Y cuántas veces habré utilizado la excusa del alcohol para deshacerme de mis pudores! Este artículo debe servirme no sólo como una llamada de atención a quienes lo lean, para que revisen un problemática que nadie le presta atención –o al menos a mí me lo parece-, sino también para mí, porque últimamente me cansan mucho las relaciones sentimentales de cualquier tipo; y ah, cómo me dan ganas de mandar todo al carajo y seguir siendo un conformista, aceptar cualquier persona que pase frente a mí, todo con tal de no estar solo… Pero como no quiero tener una vida patética en ese aspecto, prefiero poner un límite a partir de ahora. Sí, sí se puede tener una vida sentimentalmente sana. Sí se puede ser fiel, sí se pueden controlar los impulsos, sí se puede tener una larga vida amorosa con una sola pareja; y no, no lo digo porque quiera creerlo, lo digo porque lo sé. No es inherente la infidelidad al ser humano, así como tampoco lo es la deshonestidad y la doble moral. En este artículo me concentré sólo en un aspecto de la doble moral mexicana –quizás el que más conozco y el que está más apegado a mi realidad ahora-, pero pude haber profundizado en otros aspectos, como la corrupción, las familias desintegradas, las supersticiones, la pseudociencia, los valores tradicionales que más bien parecen antivalores; ¡es para nunca acabar!. Todos hemos caído en la deshonestidad y la doble moral; hasta tú, querido lector, no necesitas mentirme. Pero el primer paso es aceptarlo. Yo, que he tenido una juventud más que doblemoralina, empezaré, por lo menos, a no mentirme a mí mismo;  ah, pero como bien dicen por ahí, -y si empecé este artículo con una frase común, la terminaré con otra-: “lo bailado nadie me lo quita”.

            Ay, díganle que no mame. Empiezo diciendo que mi artículo hablará de la infidelidad, y termino hablando de la “doble moral mexicana”. ¿Qué? ¡La doble moral es universal! Además, ¿de qué sirve acusar a la gente enamorada de deshonesta e hipócrita? Realmente yo creía eso cuando escribí este artículo; ah, cuánto puede cambiar uno en cuestión de meses. La gente enamorada tiene todo el derecho de equivocarse; es más, ¿qué gente no vive enamorada? No, no estoy excusando a la deshonestidad o a la hipocresía; éstas siempre permanecerán en nuestro código de conducta, no nos hagamos mensos; y siempre las condenaré. Pero también creo que no hay autoridad en esto del amor. Si una persona quiere hacerse novio de otra en el mismo día que se conocieron, ¿yo porque lo voy a regañar? Si un chico se la pasa diciendo en su muro de Facebook lo mucho que ama a su novio, ¿por qué me voy a burlar de él por su cursilería? Podríamos recomendarle que mejor no lo haga, que no se emocione tanto, y aun así, esta noche en la que escribo esta entrada, creo que me dan ganas de decirle a ese chico hipotético: “sé todo lo cursi que quieras”. No me siento con la altura moral ni ética de decirle a otra persona cómo debe amar.
            Para rematar, quiero contar una segunda anécdota, aunada a la de Alfredo. Ésta la viví yo, hace casi ya dos años. Es la historia que tuve con mi último ex, a quien llamaremos Eduardo, tal y como se llama, porque 1) no creo que lea esta entrada, y 2) si llega a leerla, creo que no se molestaría. 
            A Eduardo lo conocí por internet –como al 80% de mis amigos gays-, y nos conocimos en un plan “carnavalesco”, por decirlo de una forma. Pero nos pusimos a platicar. Y empezamos a salir en otro plan. Y nos terminamos enamorando. Al menos sé que yo me prendí de él. Eventualmente nos hicimos novios.
            Pero yo seguía también enamorado de mi mejor amigo –ya desde ese entonces la etiqueta de “mejor amigo” ya no cuadraba-. Eduardo se dio cuenta y comenzó a portarse más frío, y más, y más… Y a mí me extrañaba, porque, según yo, nunca le había contado sobre mi relación extraña con mi mejor amigo. Él acostumbraba venir seguido a mi casa –y yo nunca fui lo suficientemente cortés para decirle que yo podía ir a la suya-, y una vez que le pedí –por Facebook- que viniera, él me respondió que no.
            -¿Por qué? –le pregunté yo.
            -Porque no quiero seguir yendo a una casa donde me sienta como si fuera mi hogar, para terminar saliendo herido.
            Me enojé, porque Eduardo siempre fue muy críptico. Me preguntó sobre lo que estaba haciendo yo en ese momento.  Yo, estúpidamente, respondí:
            -Estoy hablando con mi mejor amigo por videollamada.
            A los cinco minutos, Eduardo me preguntó:
            -Entonces, ¿ya no iré a tu casa mañana?
            -No, Eduardo –dije yo-. No quiero verte.
            Eduardo llegó a mi casa a las doce de la tarde del día siguiente. Le valió madres y vino. Y a mí me hizo el hombre más feliz del mundo, al menos por ese día. Volvimos a ser novios de nuevo, novios de verdad. Claro, no mencioné nada sobre mi mejor amigo. Fui un hipócrita. En ese entonces yo estaba próximo a irme de vacaciones a Cancún, a donde vive mi mejor amigo; sabía que lo iba a ver y seguramente iban a pasar cosas subidas de tono cuando lo viera. Entonces, para no sentirme culpable cuando eso pase, decidí romper con Eduardo.
            -No me siento cómodo teniendo un novio a distancia mientras me vaya –le dije.
            Y sólo hasta hace poco me di cuenta de lo hiriente que fui, de lo valemadrista, de que prácticamente le estaba diciendo: “quiero tener la libertad de coger con quien yo quiera mientras esté de vacaciones”. Eduardo no es tonto. Lo notó. Lo lastimé mucho. Él mismo me lo dijo.
            Pero me perdonó. Después de esas vacaciones y de seis meses perdidos en el limbo, me dieron ganas de volver a hablarle. Nos vimos de nuevo. Cuando vi de nuevo su sonrisa, me enamoré de nuevo. Ah, qué proceso tan curioso, el de enamorarse. Quise conquistarlo de nuevo. Quise, desesperadamente, enmendar mi error. Pero, ¿cómo enmendar un error de la magnitud del que yo hice? No se arregla de un día para otro. Y yo, como siempre, tan desesperado, quise verlo, quise decirle enseguida que me gustaba. Cuando en realidad sólo era un capricho. Él me dejaba verlo de vez en cuando, pero seguro olió mis intenciones. Fui tan cobarde y desesperado que terminé confesándole mis sentimientos en Facebook, en el mismo medio donde nos conocimos y donde habíamos roto nuestra relación antes. No me contestó. Me dejó en “visto”.
            Dejó de hablarme, yo dejé de intentar. Era obvio que no quería hablar conmigo. Pasaron meses. Entraba a veces a su Facebook para asegurarme de que estaba bien –sí, claro-. Hace poco vi su foto de perfil donde sale con un chico al que está abrazando. Hace unos días fue su cumpleaños, y me atreví a mandarle un mensaje de felicitación. Me respondió a los cinco minutos:
            -Muchas gracias.
            Después de una breve plática, le dije:
            -Oye, una pregunta indiscreta…El chico de tu foto de perfil, ¿es tu novio?
            -Sí, si lo es.
            Tuve la oportunidad de ser el Luis de toda la vida: sentir celos, mandar todo a la mierda, entrar en una minidepresión y no hacer bien mi tarea. Pero le dije:
            -Te ves muy bien con él.
            -Gracias –respondió Eduardo.
            De pronto me sentí muy feliz. Mucho. ¿Por qué? Cualquiera pensaría que yo estaba siendo un hipócrita, que claramente se lo decía por quedar bien, ¡quizás el mismo Eduardo piensa que dije una mentira! Pero lo dije en serio. Quizás se ve mejor con ese chico que si anduviera conmigo; o quizás no, pero, vaya, Eduardo me había perdonado y yo me había perdonado a mí mismo por mis ingenuidades. Cualquier otro que viera la situación pensaría que hay mucha doble moral en el asunto y que yo soy un cínico y él también. Pero no.
            ¿A qué conclusión llego? A que la profesora que me encargó el artículo de tarea es bastante pésima y yo terminé escribiendo un ensayo en el cual dije muchas mentiras para tener una calificación aprobatoria. Pero ahora me siento feliz, casi pletórico; y en este momento, tres de la mañana con cincuenta y un minutos, a sólo horas de la conversación pasada que acabo de tener con Eduardo, puedo aceptar y decir: sí, cometí muchos errores, pero ah, cuánto gocé, ¡incluso en el sufrimiento, cuánto gocé!



Luis "Thug Life" Montes de Oca


            La educación sentimental sólo se puede recibir mediante la experiencia. Ni aunque tus amigos te digan mil y un consejos para mejorar tu relación (o tu amor no correspondido, o infidelidad), creo que lo mejor es salir a la calle para que te destrocen el corazón, ¡porque va a pasar, tenlo por seguro! Pero también un día alguien te querrá como eres… ay, pero qué cursilería. Pero es cierto. Así que ni te preocupes por recibir clases de educación sentimental; tal cosa no existe, y si te dicen que existe, es que seguro son personas súper perfectas y fieles. Y nada de preguntarse cosas tan tontas como “¿qué es el amor?”. Responder tal pregunta es cómo arruinar la sorpresa final.

            Me salió largo este post porque quizás no vuelva a hablar sobre mi vida privada en este espacio. O quizás sí, y ahora este blog se vuelva en un espacio personal y cree otro blog para hacer reseñas de libros y películas. No lo sé. Mientras tanto, seguiré esperando la calificación que aún no sube la profesora que me pidió el artículo; ojalá me repruebe. Así mínimo no me volverán a pedir tareas tan malas.